A finales de verano ya no quedaba una brizna de hierba verde por los alrededores. Los campos se veían amarillos. El sol castigaba sin piedad aquel pueblo hoy desierto.
La bestia había vuelto a actuar. Esta vez le había tocado el turno al labrador de la señora Engracia. Todo un espectáculo difícil de olvidar. Los más pequeños eran apartados con rapidez de tan horrible visión y los demás se tapaban la boca en un intento de reprimir las ganas de gritar y de vomitar.
El destrozo del perro lo dejaba prácticamente irreconocible y los arañazos en las paredes sugerían un asesino grande y fuerte. Sobrehumano. Y lo peor de todo, lo que más miedo daba, era que no había probado ni un solo bocado del pobre labrador.
Ese día ya nadie se atrevía a salir de sus casas. La gente sacaba el pan del congelador y comía los restos que rescataban de la nevera. Dormían la siesta o jugaban al parchís. Un peatón ajeno se extrañaría de oír un eco de telenovelas por las calles vacías del pueblo.
Al caer la tarde el silencio se adueño de las almas angustiosas de aquella gente atemorizada. Según iba oscureciendo las persianas se cerraban a cal y canto y las llaves daban el tope de vueltas a las cerraduras. Pronto las luces se apagaron y los corazones se quedaron en vilo.
Un ruido sordo, parecido al lento arrastre de sacos de granero, se fue acercando a mi casa. Conteniendo la respiración traté de escuchar con más atención intentando imaginar el origen de tan sospechoso sonido. Pronto una respiración ronca, un jadeo entrecortado, un gruñido animal. La bestia se acercaba cada vez más a mi casa.
Mi madre llegó corriendo a mi cama y me abrazó con fuerza. Nunca sabré si era un intento por protegerme o por el contrario lo hacía para calmar su miedo.
Un golpe seco, ¡pum!, se oyó en la puerta. Y luego otro. Y otro más. Teníamos la piel erizada. Nos apretamos con más fuerza.
-¿Es un oso, mamá?
Mi madre negó con la cabeza y me indicó con un dedo sobre mis labios que me callara. Luego me susurró:
-Los animales matan para comer.
-¿Entonces, qué es?
-El monstruo de la montaña. Dicen que cada tres años sale de su guarida y siembra el pánico entre las gentes de los pueblos de los alrededores.
-¿Por qué, mamá?
Mi madre me miró extrañada, sin entender mi pregunta.
-Es un monstruo, Juan. Los monstruos hacen cosas malas y ya está.
El que no entendí nada fui yo. Cuando yo me portaba mal era porque estaba enfadado o porque no me daba la gana obedecer a mi madre, casi siempre porque prefería jugar con mis amigos. Estaba seguro de que los monstruos también tenían sus motivos.
La bestia no tardó en cansarse de golpear nuestra puerta y se fue, liberándome del abrazo anestesiante de mi madre. Me dio un beso en la frente y se fue a su cama a dormir.
Poco después comprobé por su respiración profunda y sonora que ya no estaba despierta y me levanté de un salto de la cama. Me puse mi bata y mis zapatillas, me colgué del cuello mis prismáticos y mi cámara y salí de puntillas de casa. Tenía que verlo con mis propios ojos, comprobar que era un monstruo sin motivos.
Al contrario de lo que se podía esperar no sentía miedo. La curiosidad era más fuerte. Recorrí las calles siguiendo las huellas. Escuchando a cada paso cada chasquido, cada crujido, cada rasponazo. Mientras caminaba me imaginaba su aspecto. En mi mente se dibujaba una figura grotesca de enormes dimensiones, llena de pelo y con las cuatro patas apoyadas en el suelo, fieras garras que pisaban con fuerza clavando las uñas, afilados dientes empapados en espesos goterones de sangre.
La luz de la luna iluminaba generosamente mi camino. Mi sombra se multiplicaba con cada farola que alcanzaba.
Un soplo de aire caliente hizo desviar mi atención hacia la dirección de la que venía. Estaba cargado de un aroma dulzón que apenas podía reconocer. Y se me heló la sangre.
La bestia, el monstruo, se alzaba ante mí y me miraba.
No tenía pelo, ni cuatro patas, no tenía fieras garras ni dientes afilados. Pero sí tenía ojos desorbitados por la locura, jirones de tela tapando a duras penas un cuerpo maltrecho y sucio, costrones de barro y viejas heridas adornaban sus pies descalzos.
Nos sostuvimos la mirada durante unos segundos. Eternos segundos. Aterradores segundos. Y luego decidí correr como nunca en la vida había corrido. Estaba seguro de que me seguía de cerca pero no miré hacia atrás. Llegué a mi casa y entré con gran estruendo. Ahora me caería una buena regañina de mi madre. Cerré la puerta tras de mí y aseguré la cerradura con sus tres vueltas completas.
Respiré por fin. La cara de mi abuelo me sonreía desde la fotografía de aparador. Sostenía en sus brazos un pequeño bebé y miraba a la cámara con enorme satisfacción.
Hacía tres años que no lo veía. Desde el mismo día que se murió mi padre y mi madre le sacó de casa gritándole que todo había sido culpa suya.
JOSE RAMÓN GUTIÉRREZ
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“Escribir es siempre una liberación del alma, cada palabra una lección por aprender, cada letra un sinfín de posibilidades. Escribo desde pequeño. Y me gusta, me gusta mucho. Si perdiera los dos brazos escribiría con los pies. Y si los perdiera también no dejaría de escribir porque lo seguiría haciendo con la mente y con el corazón.”
Qué bonito relato, muchas gracias por compartirlo! Me gusta tu estilo, es muy personal :)
ResponderEliminarTe cuento que estoy empezando una novela en mi blog, quizás te interese:
http://www.pacificseashore.blogspot.com/
Gracias otra vez! Saludos :)