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17 de febrero de 2011

109: "EL CAMINO A LA ESCUELA"


Hacía bastante frío, el sol se había escondido tras una cortina de nubes grises y no tenía cara de querer salir otra vez. Una inmensa tormenta se avecinaba sobre las calles polvorientas del pequeño pueblo ubicado en las montañas. La vida transcurría normal para todos, excepto para el pequeño Manuel, quien horas antes había escapado de su casa. Llevaba tanto tiempo corriendo que no sabía que hora era. No tenía claro siquiera que día de la semana era, el hambre era demasiado fuerte como para intentar concentrarse en alguna cosa, sus entrañas rugían como león en medio de una selva de intestinos mientras que un silbido monótono y agudo había comenzado a taladrar su cabeza. Con todo, el objetivo inicial seguía firme: encontrar a Tobías y escapar con él a un nuevo lugar, a un mundo lejos de los golpes y los abusos.

A pesar de tener solo ocho años, el pequeño había desarrollado una mentalidad muy madura para su edad, lo que es normal cuando se ha sufrido tanto en tan corto tiempo. Una cosa que Manuel tenía clara es que no quería seguir siendo reciclador. Al comienzo quizá fue divertido, uno no sabe la cantidad de cosas que puede botar la gente, generalmente objetos rotos e incompletos, pero eso no importa cuando sabes usar la imaginación. Sin embargo, las madrugadas, las privaciones, la mala alimentación y los constantes maltratos de su padrastro comenzaron a agrietar su joven alma hasta el punto de odiar todo cuanto le rodeaba. El pico se dio cuando aquel borrachín le obligó a entregar sus juguetes destartalados para venderlos con la excusa de que él también tenía que colaborar. ¡Eso ya era suficiente! Estaba decidido, partiría de aquel miserable tugurio de latas y hojalatas retorcidas y se dedicaría al oficio de pescador. Comería pescado todos los días y le sobraría para vender y comprar juguetes nuevos.

Aparte de Tobías, la única persona a la que le había importado alguna vez era su madre, pero eso no tenía trascendencia, el cólera la había arrebatado de sus brazos hacía más de un año. No era gran cosa lo que dejaba atrás. El plan para escapar estaba cuidadosamente elaborado, en la medida que un niño de ocho años puede elaborar un plan para algo. Con su perro tomarían el atajo que conduce a la vieja escuela, una serie de pendientes escarpadas que se conocía al derecho y al revés. Luego llegarían a la carretera que lleva a la ciudad para después desviarse por otra pendiente que conducía directamente al río. Todo parecía fácil, lo que no contempló es que Tobías, harto de las patadas de su amo se largaría primero. ¡Oh Dios! El viejo Tobías era su mejor amigo, su único amigo, y sin él, la aventura de encontrar un nuevo refugio carecía de sentido.

Hasta ese entonces Manuel solo había comido un pedazo tieso de pan y una taza de agua de panela. Tenía hambre, pero era preferible salir y desmayarse en la calle que quedarse en aquel infierno. Se ceñiría al plan original; estaba seguro de encontrar a su perro en alguno de los matorrales que bordeaban las montañas. Pensamientos desordenados cruzaban por su mente mientras emprendía la marcha. Se sentía mareado, pero no podía, no quería dar marcha atrás. Había comenzado a llover, el suelo estaba resbaloso; mientras trastabillaba, una serie de imágenes del pasado comenzaron a surgir en su mente. El recuerdo de su madre pronto brotó como una flor de primavera, y detrás de él los demás recuerdos de una niñez interrumpida. Las pelotas desinfladas rebotando en las paredes de su casa de lata, su caballo de palo y las carreras con Tobías formaron un collage de recuerdos. Con un poco de suerte había logrado sortear la primera pendiente. Le faltaba la pendiente más inclinada, la que llevaba a la escuela. La lluvia arreciaba, Manuel sentía como si el fango bajo sus pies tuviera brazos y lo estuviera jalando. No tardo mucho en ver todo patas arriba; mientras rodaba como una bola de arcilla no dejaba de pensar en su madre, ni en los ladridos de Tobías, ni en el zumbido de su cabeza.

No se sabe cuanto tiempo pasó. Cuando despertó,  notó que el pito había desaparecido. Ya no pensaba en su madre, extrañamente seguía pensando en Tobías, de cómo lo lamía con su áspera lengua para consolarlo las veces que su padrastro lo golpeaba. Cuando terminó de abrir sus ojos, ahí estaba, no era un sueño, no era un recuerdo. La vieja bola de pelos lo estaba recibiendo al mundo de los vivos a punta de besos y mordiscos juguetones. Fue un momento emotivo, las lágrimas y el llanto se conjugaron en un espacio de tiempo que pareció ser eterno, deliciosamente eterno.

Manuel se dio cuenta que ya no tenía hambre,  no pensó mucho en eso, lo único que quería era correr con su perro y saltar sobre charcos y montañas de tierra. Habían llegado al  camino principal más “rápido” de lo previsto, no había afán por encontrar el río. Gritos y ladridos felices interrumpían la tensa calma del pueblo, aunque nadie parecía notarlo. Solamente un pequeño niño descalzo sentado en el anden los miraba con gran atención, a leguas se veía que él también quería participar  en aquella loca alegría.

Cuando el niño y su perro pasaron frente a la antigua escuela se detuvieron un momento. Alguna vez Manuel había entrado en aquel recinto, le habían enseñado algo acerca de unas vocales pero eso fue hace mucho tiempo, no recordaba gran cosa de aquello. Sin saber exactamente por que, comenzó a caminar hacía la puerta. No podía evitar sentirse algo temeroso. Tobías fue más audaz, y aunque Manuel trató de llamarlo ya era muy tarde. De repente la puerta se abrió; una alta y esbelta figura hizo su aparición. Era un hombre joven, de unos treinta, treinta y cinco años. Su fino rostro estaba enmarcado por una poblada barba; su expresión reflejaba a la vez bondad y una sabiduría infinita. Vestía una de esas batas que suelen usar los profesores, aunque esta parecía ser más blanca que la nieve. Con una sonrisa invitó seguir a los recién llegados. Mientras tanto, el niño descalzo no perdía detalle de lo que ocurría. Quería entrar con ellos, deseaba jugar con el otro niño y con el perro. Con pasos vacilantes comenzó a caminar hacia las tres figuras paradas en el rellano de la puerta, pero el hombre, acercándose a él, mirándolo con ojos llenos de amor y acariciando su pelo enmarañado le dijo casi en una canción: “Tus clases no empiezan todavía hijito”.

Tobías estaba demasiado extasiado, algo inusual, pensó Manuel, ya que él nunca se mostraba amistoso con los extraños. “¿Usted es el profesor?” preguntó en un murmullo. “Algunos me llaman Maestro”, contestó el hombre mientras lo abrazaba con sus fuertes brazos. Al escuchar estas palabras, el rostro de Manuel se iluminó. En ese momento comprendió que nunca más volvería a aguantar hambre, ni frío, ni sufrir malos tratos.

En la calle, el niño descalzo notó que había aglomeración de gente. Al acercarse vio como algunas ancianas lloraban y ladeaban lastimeramente la cabeza. La policía había llegado al sitio. –“No hay nada que hacer- dijo el que parecía ser el comandante- se ha quebrado el cuello en la caída”. Pocos minutos después llegó la ambulancia, el niño vio como unos hombres vestidos de blanco bajaban la camilla, depositaban en ella un pequeño cuerpo y lo cubrían de pies a cabeza con una sábana blanca. Cuando la ambulancia se alejo, y cuando el gentío se dispersó, pudo ver que había “algo” tirado en el piso. Parecía un perro.
ALEJANDRO CASTRO
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Alejandro nos ha enviado este hermoso cuento desde Bogotá. Nos cuenta que es comunicador social y periodista. Y desde aquí le animamos a participar de nuevo en “365 días de cuentos”  porque nos ha gustado mucho su aportación.






Podéis leer algo más de este escritor a través de sus blogs, "momentos de loca inspiración":
-http://loscuentosdelperegrino.jimdo.com/
-https://sites.google.com/site/puntocolateral/home
-http://bitacoradelperegrino.wordpress.com/la-batalla-silenciosa/






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