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2 de febrero de 2011

94: "EL MISMO OLOR A SAL"

       Si cierro los ojos, aquí en mi cama, creo que fue ayer cuando recorría el puerto con Mamá y la abuela, cargadas de agua. Aún puedo sentir aquel olor amalgamado a grasa y sal, mientras las gaviotas chillan a mi alrededor. Parece que fue ayer, pero ha pasado tanto tiempo…
                                                                                                                                     Ochenta años antes.
… - ¡Carmen, date prisa! Es tarde y los hombres estarán muertos de sed- Chillaba Mamá.                                            Así que yo corría con toda la fuerza que me permitían mis piernecitas e iba rauda a coger el caldero. Mamá llevaba uno de aquellos viejos calderos de latón en cada mano y otro en la cabeza, al igual que la abuela, pero yo, debido a mi corta edad llevaba uno pequeño en una mano y en la otra un cesto con las garcillas que usaban los hombres para beber. La abuela, que era muy mañosa, nos había hecho unos mandiles que tenían unos enormes bolsillos, y era ahí donde guardábamos el dinero, aunque no cobrábamos por el agua, lo que los hombres nos daban era “la voluntad”.                            
     Nada más entrar en el puerto, Mamá y la abuela sacaban toda la fuerza de sus gargantas y gritaban anunciando que habían llegado las aguadoras.
Por entonces, nosotras siempre seguíamos la misma ruta, porque Mamá decía que había que empezar por el principio, así que nuestra primera parada era a la entrada del muelle. Al vernos, los hombres se acercaban. Mamá y la abuela posaban los calderos y cogíamos una garcilla cada una de la cesta que yo llevaba, y entre las tres abastecíamos del mágico líquido a aquellos rudos marineros. Una vez habían apagado su sed procedían a pagarnos. Cada uno nos daba lo que podía, generalmente alguna moneda, pero algunas veces, los hombres no tenían dinero y nos pagaban en “especies”. La mayoría de las veces nos daban pescado, lo cual nos venía muy bien porque mi abuela, mujer de las de antes y muy apañada, podía hacer comida y cena para tres días con una pescadilla. En alguna ocasión, en el muelle de carga, los marineros nos pagaban con el material que transportaban. Mi preferido era un carguero que venía de la Argentina y traía ricas telas para una fábrica textil. Había un marinero que siempre le daba a mi madre algún trozo pequeño para que me hiciera vestidos, así que los domingos, en misa, yo no me sentía una aguadora, pues iba tan bien vestida como las hijas de Doña Paz, la señora del lugar.
Mi madre prefería que nos pagaran con cosas más prácticas, como hacían los hombres de un barco que traía garbanzos. Era por aquel entonces todo un lujo degustar aquella legumbre, y el marinero en cuestión me mandaba llevarle mi caldero cuando estuviese vacío, y me lo devolvía lleno de garbanzos. A veces también nos daba arroz, o plátanos, que yo comía con azúcar.
Era yo una chiquilla feliz y llena de vida. Comprendía que el trabajo que tenía que realizar era muy duro, pero lo veía con los ojos de la inocencia, y disfrutaba de las cosas de otra manera. Nuestra jornada empezaba a las cinco de la mañana, pues debíamos llegar a la fuente antes que las demás mujeres que iban a buscar el agua para hacer las cosas de casa. Ésta distaba unos tres kilómetros de casa, y estaba en la ladera de un monte. Luego tocaba esperar a que aquel lento goteo llenase nuestros calderos, para ir caminando hasta el puerto, que estaba bastante lejos de nuestra casa, y una vez allí empezábamos el recorrido. Mamá siempre se quejaba de que su padre hubiese muerto joven dejándolas en precaria situación. La abuela llevaba toda su vida trabajando, y así habría de ser hasta que llegase su hora. Cuando Mamá era muy joven había conocido a mi padre, un marinero de un carguero cubano que la había conquistado con café y caña de azúcar. Al saber de su embarazo, desapareció de su vida, y con él, desapareció la alegría de mi madre. Se había convertido en una mujer amargada que no se cansaba de repetirme que no debía fiarme de los hombres. Mi única misión era llevarles el agua, y cuando me pagasen, debía irme y no dejar que se acercasen, porque siempre acababan consiguiendo lo que querían, y destrozando la vida de muchachas honradas.
En aquellos momentos, aquellos discursos escapaban a mi comprensión, así que me dedicaba a ayudar a mi familia y a disfrutar de las cosas que me daban. Algunas veces se nos acababa el agua muy pronto, así que Mamá y yo volvíamos a la fuente, y dejábamos a mi abuela, cuyos cansados huesos no podrían aguantar otra caminata cargada de agua, cuidando las garcillas. En esas ocasiones, yo transportaba un caldero de agua en cada mano, y recuerdo que el viaje de vuelta al puerto se me hacía interminable. El asa del caldero quería escurrirse y gotas de sudor recorrían mi espalda. Una vez en el puerto, continuábamos con el recorrido. Cuando ya habíamos completado la ruta nos íbamos a casa a contar las ganancias. Mi madre era la encargada del recuento, y siempre lo hacía en la mesa de la cocina. Contaba cuidadosamente las monedas, y hacía tres montoncitos. El primero lo metía en un bote de azúcar y era para el alquiler de la casa, el otro lo metía en una caja metálica de brillantes colores, y era para cubrir los gastos de entierro si a alguna nos pasaba algo. Había ya un buen montón, así que tendríamos derecho a una misa digna y a un coche de caballos que llevase la caja. Y el tercer montón era para nuestros gastos diarios. Cuando estaba todo el dinero guardado, revisábamos el resto de cosas que nos habían dado. Inmediatamente la abuela hacía sus cálculos con el pescado o con las legumbres, y mandaba a Mamá a la tienda a por las cosas que no teníamos. Nosotras comprábamos en la tienda de Ángel, un viudo muy amable que vendía todo a granel. Lo mismo le comprabas un pimiento de lata para adornar una paella que seis galletas María para el desayuno. Además, a nosotras nos tenía en gran consideración porque a pesar de tener un trabajo mal mirado, nunca apuntábamos, siempre pagábamos en el acto lo que llevábamos.                                                                                                     
          Cuando ya teníamos la compra hecha y la comida más o menos solucionada hacíamos las cosas de la casa, pues íbamos al revés que las mujeres de la zona, ellas lo hacían a primera hora de la mañana y nosotras a primera hora de la tarde. Cuando todo esto acababa, me dejaban ir a jugar a la calle mientras Mamá y la abuela lavaban la ropa en un pequeño lavadero que teníamos en el patio. Aunque no teníamos agua en casa, ellas siempre apartaban un poco de la que llevaban al puerto, y así se arreglaban. Después de lavar se dedicaban a coser, y a preparar mandiles con enormes bolsillos para guardar el dinero del agua.
En aquellos momentos ellas creían que yo estaba jugando en la calle donde vivíamos, pero la verdad es que estaba más lejos. Las niñas de la zona no querían jugar conmigo porque no tenía padre y mi madre era una cualquiera que había estado con sabe Dios cuantos marineros, así que no debían mezclarse con gente de mi calaña. Al principio aquellas niñas tan poco compasivas me habían roto el corazón diciéndome estas cosas, pero una tarde, cansada de mendigar compañía y con los ojos cegados por las lágrimas había echado a caminar hasta el puerto, y me había sentado en el espigón a contemplar la mar. A esas horas volvían muchos barcos de pescar y las gaviotas volaban a su alrededor, alborotando en busca de algún resto de pescado. El olor que flotaba en el ambiente era maravilloso, por las mañanas estaba tan cansada que no podía darme cuenta de aquella mezcla de aromas tan embriagadores.
Cuando más distraída estaba, con la mente en mil y un lugares, todos ellos lejos de aquella vida tan difícil que llevaba, se sentó a mi lado un muchacho que tenía más o menos mi misma edad, y empezó a hablar conmigo. Charlamos de muchas cosas, de la vida y de nosotros, y supe así que mi nuevo amigo era huérfano y trabajaba en un barco de pesca para ganarse la vida. Salía cada día antes del amanecer y regresaba casi con la puesta de sol, por eso yo nunca lo había visto cuando llevaba el agua por las mañanas.
Poco a poco habíamos empezado a conocernos y con el transcurrir de los días nos habíamos hecho inseparables.                                                                                                      
       Cada mañana realizaba mi duro trabajo para ayudar a mi familia, y por la tarde, iba al puerto a reunirme con mi amigo, aquel muchacho de ojos sinceros que tan bien me comprendía.                                            
  Los años pasaban inexorablemente y la abuela, aquella incansable anciana que tanto había luchado para ayudar a su hija a criarme, nos dejaba. Ella decía que era el momento de volver con su marido, y una madrugada, en su cama, decía adiós a la vida.
Todo esto trajo muchos cambios para mí, porque mi madre quería que por las tardes me quedase con ella a lavar la ropa y a preparar los mandiles. Yo no quería hablarle de Manuel, mi amigo. No quería decirle que ya no éramos unos chiquillos y entre nosotros habían surgido otra serie de sentimientos, habíamos dejado atrás aquella amistad inocente de los años anteriores y me negaba a confesarle que no podía vivir sin verle. Sabía la opinión que mi madre tenía de los hombres y no era aquel un buen momento para confesiones. Así que tras mucho pensar, decidí hablar con él, con el muchacho que había robado mi corazón,  y cambiar la hora de nuestros encuentros. En lugar de vernos por las tardes, acudíamos al puerto por la noche, cuando mi madre dormía, rendida por la dura faena que tenía que hacer cada día.
Aquellos momentos eran maravillosos. Yo acudía nerviosa, con unas ganas locas de dejar que me envolviese en sus brazos, el lugar donde más segura me sentía. Luego hablábamos del futuro, queríamos ahorrar dinero para poner una tienda entre los dos, un negocio parecido a la tienda de Ángel, donde también se venderían los dulces que hacía mi madre, y podríamos estar siempre juntos. Él no tendría que ir a pescar y yo dejaría de levantarme de madrugada para reventar acarreando agua. Y después de planear minuciosamente nuestro futuro y hacer mil y un juramentos bajo las estrellas, nos separábamos, siempre reticentes y prolongando aquella triste despedida.                          
  Yo cada día estaba más cansada, debido a las largas noches en vela junto a Manuel. Me resultaba tremendamente duro levantarme temprano y cargar con los calderos hasta el puerto. Luego, mientras repartía el agua, miraba al horizonte y rezaba para que él regresara pronto. Deseaba que aquellas bravas aguas me lo devolviesen pronto.
Una de aquellas noches encontré a Manuel diferente. Me miraba de una forma extraña y no paraba de decirme que debía ahorrar para poner la tienda, debía dejar de una vez aquel trabajo tan duro que había matado prematuramente a mi abuela, que había envejecido a mi madre y que me estaba enterrando en vida a mí. Decía él que siempre estaría esperándome y que pasase lo que pasase, yo debía seguir, tenía que disfrutar de la vida. A la hora de despedirnos, su abrazo me pareció más fuerte y largo que nunca, y sus ojos me dijeron tantas cosas que yo no quería dejarle partir. Pero lo hice, le dejé ir con las estrellas.
Cuando a la mañana siguiente llegamos a la fuente para coger el agua, había un ambiente muy distinto del habitual. Muchas mujeres revoloteaban alborotadas por la zona, diciendo que había ocurrido una gran desgracia. Intrigadas, preguntamos qué era lo que había ocurrido, y un susurro, aquellas mujeres que nunca osaban mirarnos nos dijeron que el “Alborada” se había hundido y habían muerto muchos hombres. Al oír aquello sentí que mi corazón se helaba. El “Alborada” era el barco de Manuel. Asustada, fui corriendo al puerto, y allí pude enterarme de todo. Al parecer había habido una tormenta el día anterior a primera hora de la mañana, y una ola había volcado el barco. Algunos habían muerto en el acto, pero otros habían intentado llegar a la orilla. Manuel no había podido siquiera intentarlo, decían los compañeros que se habían salvado que llevaba el chico una temporada en que lo notaban muy cansado, seguramente no dormía lo suficiente.
Aquellos días creí volverme loca. No podía comer, no podía dormir, y cada noche acudía al puerto a ver si él volvía, como la noche que se había despedido de mí, algunas horas después de haber perdido su batalla contra la mar, pero jamás lo volví a ver.
A medida que pasaba el tiempo pude serenarme y al final decidí cumplir lo que le había prometido. Mi madre y yo ahorramos y pudimos alquilar el local de Ángel, que se volvía a su pueblo. Mamá preparaba muchos dulces y los vendía muy bien, y gracias a la amistad que habíamos mantenido con algunos marineros de los cargueros teníamos productos que no podían encontrar en ningún otro sitio. Además, fiábamos a las familias necesitadas y ayudábamos en lo que podíamos. Nuestro trabajo siempre fue duro, pero estábamos menos cansadas que en nuestros años de aguadoras.
El tiempo pasaba y Mamá fue a reunirse con sus padres, así que yo me quedé absolutamente sola en el mundo. Jamás he vuelto a pisar el puerto, no pude superarlo y me resultaba imposible ir allí y descubrir que él no estaba esperándome. A pesar de que a lo largo de los años tuve muchos pretendientes, y todos ellos eran gente buena y honrada, nunca me casé. Decidí vivir a la espera del momento en que pudiera encontrarme con Manuel.
… y ahora, aquí, en esta cama de moribunda puedo verlo mientras me llama para que acuda a su lado. Lleva el mismo pantalón de mahón que yo tan bien conocía, y estoy segura de que su pelo sigue oliendo a sal. Su cara es tersa y joven, como en aquellos días, y yo espero que al reunirnos, la mía vuelva a tornarse suave y tostada como era entonces. Sintiendo como me llama tengo que decir adiós a esta vida,  una vida que ha pasado como un soplo, y corro feliz a refugiarme en sus brazos, a sentirme segura mientras escucho el chillido de las gaviotas.
GEMMA
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Me llamo Gemma y llevo casi dos años escribiendo para los demás, es decir, participando en concursos, pero creo que en realidad llevo escribiendo desde que tengo uso de razón. Tengo 36 años y vivo en Gijón, así que esta editorial es como mi casa.




Y aquí va mi currículum:
-     Accésit con Mención Especial en el Concurso de Relato Corto de la Revista Katarsis año2009,(unos 1300 participantes),
-          Primer Accésit en el Concurso de Relatos del Corazón de la Asociación FUCALEC, año 2009, (unos 500 participantes)
-          Un Primer Premio del Concurso de Relato Breve OBEM de la Fundación de Bioética Española año 2009,
-          Finalista del Concurso de Relato Breve Algazara con premio publicación año 2009,(unos 900 participantes)
-          Finalista del Concurso de Relatos Constantí, Historias de la Tierra, año 2009,(302 participantes)
-          Accésit X Premio de Relato de mujer Berta Piñán del Ayuntamiento de Cangas de Onís, año 2009,
-          Finalista del Concurso de Relatos Ayuntamiento de Pontedeume, año 2009, 
-     Primer Premio del Concurso de Relatos Navideños del Ayuntamiento de Lumbrales, año 2009,
-          Primer Premio del Concurso de Relatos de Igualdad de Oportunidades entre hombres y mujeres del Ayuntamiento de Coria del Río año 2010,
-          Tercer Premio del VIII Concurso de Relato Breve del Ayuntamiento de Burgos año 2010,
-          Primer Premio del Concurso de Relato Breve Palabras de Mujer del Ayuntamiento de Mora, año 2010,
-          Finalista del VIII Concurso de Relato Corto del Ayuntamiento de Comillas año 2010 (más de 100 participantes).
-          Primer Premio I Concurso de Relato Carmen Gómez Ojea de Gijón año 2010
-          Primer Premio  Concurso Literario Los Amantes  de Lechago 2010 (255 participantes).
-          Finalista Certamen de Relato Corto Asociación  Ani Benavent
-          Primer premio Certamen Literario Aromas de la Victoria de Acentejo 2010, 
-     Primer Premio Concurso de Microrrelatos Fiestas de Sementera de Torrijos 2010,
-          Primer premio certamen literario de relato breve Casa de Jaén en Córdoba. 
-     Primer premio Concurs per la eradicació de la violencia machista Barcelona 2010,
-          2º Premio V Certamen “Una carta contra la violencia” Ayto de la Granja 2010. 
-     Primer Premio Primer Concurso de relatos Navideños Buscolu 2010.
-          Primer premio Certamen de Relato Corto Mujer Ayuntamiento de Valladolid.
-          Finalista Certamen de relatos Mujeresisla del Cabildo de la Gomera año 2010.
-   Además me han publicado tres poesías que resultaron finalistas en concursos de foros de Internet en 2010. Y he resultado seleccionada para publicar en el libro Sorbo de letras del concurso El Rioja y los cinco sentidos (publicaron 130 relatos entre 2700 participantes).
-     Desde el mes de septiembre de 2009 he resultado finalista en ocho o nueve ocasiones en los diversos certámenes mensuales que convoca la Editorial Fergutson, con premio publicación y he publicado con ellos un libro de coautoría, “Prohibido pisar las flores”.

3 comentarios:

  1. Hola Gema, soy Sue (de fergutson).

    Me ha gustado mucho tu relato.

    Un beso y me alegro de volver a encontrarte.

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  2. Hola Sue. ¡Que alegría! Parece que poco a poco todos vamos encontrándonos. Bueno, a ver si pronto puedo leer algo tuyo. Besitosss.

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