A pesar de que no son mucho más de las cinco, resulta evidente que el invierno, cicatero, no va a permitir que el día se prolongue mucho más tiempo. No recuerda haber contemplado antes este paisaje así, a buen seguro porque jamás lo ha visto con esta apariencia: los verdeantes campos de trigo y cebada poco tienen que ver con la imagen de llanos agostados que siempre ha asociado con la Moraña de su infancia.
El pueblo no ha cambiado demasiado: han pavimentado las calles con hormigón y se han levantado media docena de casas nuevas, pero puede recordar casi todas las esquinas. Muchas viviendas, que evoca bulliciosas y repletas de muchachos, se exhiben sumidas en la decadencia, como restos de un naufragio. Otras se advierten cerradas, pero se intuye que sólo sufren un letargo temporal, hasta la llegada del verano, cuando los exiliados en Madrid retornen a insuflar un espejismo de vida en el pueblo.
En vez de dirigirse directamente a la casa de sus abuelos, aparca en la plaza y va caminando, con la esperanza de cruzarse con algún rostro conocido, pero los tres o cuatro grados bajo cero que muerden en el aire parecen haber disuadido a los escasos habitantes de poner un pie en la calle. Aparte de las voces de los hombres, que juegan al dominó en el bar con ruidosa efusión, y tres o cuatro casas en las que ya se ha encendido alguna luz, no atisba ningún otro signo de vida.
La casa de sus abuelos se encuentra parcialmente derrumbada, pero lo que le colma de consternación no es este hecho, sino el de comprobar que el solar que había enfrente, la huerta del Tío Colás, ya no es tal y ahora se encuentra ocupado por una nave. Su abuela –sólo con pensar en ella se le anegan los ojos – cada vez que padecía alguna dolencia, la solucionaba con agua de ese pozo. Daba igual que se tratase de un dolor de tripa o un rasguño producido por una caída: el agua era el remedio adecuado en toda ocasión. Siempre obró así, hasta el último verano antes de morir, cuando él contaba con doce años, y siempre con un aire de absoluta seriedad, sin poner en duda, siquiera por un instante, que aquel fluido milagroso pudiese sanar cualquier clase de afección. Casi podía verla: bajita, enérgica y luciendo su infalible mandil desteñido, izando un cubo del pozo.
Aunque es consciente de que no constituía más que un recurso de abuela cariñosa, y de que el cáncer que él padece es incurable, irracionalmente había experimentado la pulsión irrefrenable de regresar aquí para beber el agua de aquel pozo, que ahora ya no existe, y todo se le viene encima. Y no es tan sólo por la dichosa agua, que en verdad no esperaba volver a probar, ya que lo más probable era que, después de tantos años de abandono, el pozo se hubiese secado o hundido; ni siquiera por el mes escaso que le resta de vida, sino porque ahora sólo se le antojan reales los veranos que disfrutó en este pueblo. El resto de su vida –incluyendo su matrimonio fracasado, sus hijos, a los que su ex mujer ha malmetido en su contra y no quieren verle, y esta enfermedad que lo va a arrebatar en breve – semeja no ser más que un mal sueño o un delirio febril.
Llora como no ha llorado nunca. Llora las lágrimas morosas que le debe a su abuela, cuya muerte le ocultaron hasta el verano siguiente. Llora las lágrimas culpables que le hurtó a su madre, pues por su condición de primogénito se vio obligado a ocuparse de todos los engorrosos trámites que suceden a un óbito y no le quedó tiempo para el dolor. Llora todos los sinsabores atrasados y los amores no correspondidos. Llora las amistades derrochadas y las expectativas insatisfechas. Llora sus errores ingenuos y los presuntuosos; incluso, la alegría de sus escasos triunfos. Llora hasta que olvida que pueda existir otra cosa en el mundo.
– ¿Qué le pasa, buen hombre?
– Es una tontería.
Responde, turbado, mientras que se enjuga las lágrimas y se suena los mocos. Aunque no logra adjudicarle nombre al rostro, recuerda en detalle al dueño. A menudo permitía a los muchachos subir al remolque de su tractor y, una vez que se cayó con la bicicleta, lo llevó en brazos hasta la casa de su abuela.
– Pues no parece que lo que tengas sea cuestión de poca cosa ¿No serás por casualidad nieto de la Damiana ? –Al ver que asiente, prosigue – Me había parecido. Hacía ya tiempo que no se te veía por el pueblo.
– Venía de paso por aquí cerca, y se me ocurrió parar para beber agua del pozo del Tío Colás; al ver que, en vez de la huerta, había esta nave, me ha entrado una desazón tonta y, ya ve, me he puesto a llorar como un muchacho.
– No te preocupes, que el pozo todavía está en su sitio. La nave es mía, pero no se me ocurriría por nada del mundo cegar el pozo. A mí también me daba mi madre su agua cuando estaba enfermo y todavía la bebo cuando me encuentro revuelto ¿No andarás mal de salud?
– Lo cierto es que estoy algo fastidiado.
– Pues ven para acá, que te vas a echar un buen trago y después te voy a dar un par de garrafas para que te las lleves a casa.
Aunque es sólo agua, que, como todo el mundo conoce, es inodora, incolora y, sobre todo, insípida, le sabe a caricias de la abuela y a besos robados en la era, a huevos con longaniza y a propinas de los domingos. Le sabe a julio y agosto, a risas incontenibles, a las mañanas perdidas y a cuanto ha añorado.
Le sabe a vida.
JUAN CARLOS GARRIDO DEL POZO
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“Un servidor vio la luz en Ávila en 1965, cursó estudios de ingeniería de telecomunicación y se gana la vida en el ámbito de la automatización industrial. Comencé a escribir más por mera curiosidad que por otra causa, por ver si era capaz de acometer tamaña tarea. Mi primera novela, “Sombras chinescas”, fue finalista del premio Planeta 2005. Reconozco ser un autor tardío diletante y autodidacta.
Los certámenes literarios, que he frecuentado con suerte y afición dispar han constituido mi escuela. He sido ganador del I premio nacional de microrelatos Hipálage 2007, del premio internacional de pensamiento del concurso internacional de microtextos “Garzón Céspedes” 2008 y del segundo premio internacional de narrativa “La barca de la cultura” 2009, premio extraordinario de dicho y premio especial de pensamiento del concurso internacional de microtextos “Garzón Céspedes” 2009, y del Certamen de relato fantástico Gazteleku de Sestao 2010, así como finalista del premio de microficción “Garzón Céspedes 2007, del IV certamen de literatura hiperbreve “Pompas de papel” 2007, del concurso literario Bonaventuriano 2009, del premio “Miguel Artigas” 2009, del Premio Ciguñuela 2009, de los certámenes Carmen Martín Gaite 2009 y 2010, del certamen de relatos históricos Hislibris 2010, del certamen de relatos para contar en tres minutos “Luis del Val 2010, del I certamen literario Ex Novo 2010 y del I certamen internacional de relatos Torremocha 2010”.
Los certámenes literarios, que he frecuentado con suerte y afición dispar han constituido mi escuela. He sido ganador del I premio nacional de microrelatos Hipálage 2007, del premio internacional de pensamiento del concurso internacional de microtextos “Garzón Céspedes” 2008 y del segundo premio internacional de narrativa “La barca de la cultura” 2009, premio extraordinario de dicho y premio especial de pensamiento del concurso internacional de microtextos “Garzón Céspedes” 2009, y del Certamen de relato fantástico Gazteleku de Sestao 2010, así como finalista del premio de microficción “Garzón Céspedes 2007, del IV certamen de literatura hiperbreve “Pompas de papel” 2007, del concurso literario Bonaventuriano 2009, del premio “Miguel Artigas” 2009, del Premio Ciguñuela 2009, de los certámenes Carmen Martín Gaite 2009 y 2010, del certamen de relatos históricos Hislibris 2010, del certamen de relatos para contar en tres minutos “Luis del Val 2010, del I certamen literario Ex Novo 2010 y del I certamen internacional de relatos Torremocha 2010”.
Es todo un placer contar con tu colaboración, Juan Carlos.
Me encantó tu relato Juan Carlos... No sé porqué pero me llevaste a recuerdos de mi infancia con ese final tan dulce... Un placer leerte. Marcela, desde Buenos Aires. :)
ResponderEliminarMuchas gracias Marcela.
ResponderEliminarCelebro que te gustara mi cuento, y resulta revelador que esta historia, ambientada en un pequeño pueblo de Castilla, te haga evocar tu propia infancia, prueba inequívoca de que no es tanto lo que nos separa, por más que exista un océano de por medio y allá disfruten ahora del verano cuando aquí nevisquea.
Un abrazo.
Juan Carlos.
En mi pueblo se decía... Qué quieres que te traiga que voy a Quero...
ResponderEliminarUna jarrita de agua del pozo nuevo... Así que ya sabes, para esas dolencias agua inodora, incolora e insípida... pero con tan bellos recuerdos. Un saludo compañero.
Gracias por hacerme venir.
ResponderEliminarRosi:
ResponderEliminarLa memoria nos asalta cuando se le antoja.
Casi pariente:
A ver si te animas a enviar algo.
Saludos a todos.
Me gusta tu relato, es entrañable y muy cercano a las historias de nuestros mayores con sus recuerdos. Me imagino leyendo tu cuento frente a una chimenea de leña, y me encanta. Ya sabes, con un cafe de puchero al lado.
ResponderEliminarUn vampyrbeso