Pegué un puñetazo en la pared seguido de un par de manotazos a ver si así cesaba el maldito ruido. El huésped de la habitación contigua a la mía, el de la 218, era un auténtico gilipollas. Estaba harto de sus estupideces y ya le había avisado un par de veces al cruzarnos por el pasillo: si no dejaba de molestar perdería la paciencia y las consecuencias serían muy desagradables. Me demostró una vez más que, o era un memo de campeonato o un suicida sin cerebro, porque en ese momento mi paciencia se terminó y salí de mi habitación decidido a darle una lección de una puta vez.
Llamé a su puerta con un solo golpe. De repente el ruido cesó y en un segundo me vi envuelto en un silencio tan absoluto que podía notar como si mi cabeza estuviera apunto de estallar. Abrió la puerta un tipo extraño. Era bajito, regordete y llevaba puestas unas gafas de bucear. La verdad es que no me sorprendió demasiado, ya sabéis el dicho: Dios los cría y ellos se juntan. Así que el hombre de las gafas de bucear me vio y se giró para llamar a otro que supuse sería el memo del vecino. Así fue. Se acercó con su bata de siempre, llena de mugre y mal abrochada, calzaba zapatillas de estar por casa y además, para terminar de arreglarlo, llevaba puesto un flotador, de esos con patito y todo. Intenté no fijarme en los detalles e ir al grano. Antes de ni siquiera abrir la boca, le metí n puñetazo en medio de la cara que le partió la nariz. Con las manos en la cara y chorreando sangre empezó a soltar una especie de gruñidos seguidos de lo que supuse serían insultos, aunque no entendía ni una palabra. Di media vuelta y volví a meterme en mi habitación.
Siempre bebo solo, lo prefiero a tener que aguantar las estupideces de los vecinos. Y no me refiero al imbécil de la puerta de al lado, si no a un sinfín de personajes que pueblan el edificio y que parecen tener algo en común: me sacan de quicio. Hace ya tiempo que me pregunto qué coño hago yo aquí mezclado con toda esta gente. Me sirvo otra copa, este whisky está realmente bueno, me lo trajo mi hijo el fin de semana pasado; vino con mi nieta y con su nueva pareja, una chica algo sosa, pero está muy buena, eso sí. Con la copa en la mano miro por la ventana, hay veces que pierdo la noción del tiempo y no recuerdo como he llegado hasta aquí. Observo los jardines de abajo, la gente que pasea y no logro comprender porque decidí mudarme a este edificio. Intento recordar pero no puedo, al igual que no consigo entender como es posible que lo que hace un segundo era un whisky de puta madre, sepa ahora a zumo de melocotón. Esta clase de sucesos me desconciertan mucho, demasiado y a veces incluso siento pánico de lo que pueda acontecer. Nunca estoy seguro de mi mismo, de que sea capaz de dirigir mi vida. ¿Qué hago con este pijama tan horroroso siempre puesto? Llaman a la puerta, dos golpes secos y se abre (¿No debería ser yo quien la abriera?). Entra un chico con bata blanca. Me suena de algo pero no sé de qué. Le miro, me mira, se acerca despacio y, rodeando mi espalda con su brazo, me dice: Hora de la terapia, Luís, pero antes no te olvides de tomar la medicación. Le sigo la corriente por si las moscas, de verdad que estos vecinos no hay quien los entienda.
Ainhoa Dios Medá
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¡Qué decir de Ainhoa!
Que nos gusta mucho. Te has convertido en la primera que ha repetido y te lo has ganado.
Felicidades!!!
Ainhoa ha dejado la locura de Barcelona para mudarse con su niña de 4 añitos al campo, en el Empordà. Y entre la mudanza y ejercer de mamá ha sacado un poquito de tiempo para enviarnos el relato de hoy. ¡Toda una supermamá!
Podéis seguir su trabajo en:
Su otro relato publicado en "365 dias de cuentos" fué el número 9: "Azar". Podeís usar el nuevo buscador que os he puesto para encontrarlo.
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