Siempre me creí parte de otra realidad. Al principio me atrevía a decirlo, le preguntaba a Adnara sobre otros planetas, ella se limitaba a lanzar groserías, sentía pena ante su ignorancia. Me desesperaba y subía a mi cuarto a dibujar. Dibujaba en la pared, en mis cuadernos, en las portadas de los libros que me regalaban en navidad. Dibujaba mi verdadero hogar, una casa de madera con base triangular y carente de techo, se alzaba en forma de cono y terminaba con una punta delgada. Mezclaba colores hasta obtener un tono caoba y coloreaba la casa. No le ponía ventanas y la puerta era muy pequeña comparándola con los arboles que estaban alrededor, después todo era tierra y los árboles no tenían hojas, era un patrón inquebrantable, en todos los dibujos siempre era otoño. Al caer, algunas hojas cubrían el suelo y otras aparecían como un punto suspendido en el espacio. El ambiente de esos trazos era lúgubre y una neblina gris crayón se esparcía por toda la superficie del dibujo. Cuando el ambiente estaba listo me concentraba en habitarlo, con los ojos cerrados creaba una familia sin rostro, con cabezas en blanco, apenas una abertura que simulaba una boca. Era muy cuidadoso cuando de los detalles se trataba, mi lápiz siempre tenía la punta larga y disponía de una caja de colores sobre el piso.
Crecí rodeado del mismo dibujo, repetido incontables veces, pegado en la pared, en la puerta, sobre mi cama, a veces despertaba con ganas de ir al baño y me descubría asustado por pisar hojas regadas en el suelo. Con el tiempo aprendí a caminar de puntitas.
Pasé muchos años solo. En el colegio me sentaba hasta el final de la primera fila y no hablaba con nadie, aún recuerdo los gestos sorpresivos de algunos niños cuando la maestra me nombraba al pasar la lista, no se percataban de mi existencia.
También me gustaba escribir, pero al comenzar una historia me perdía a medio camino, la dejaba incompleta. Nunca me hallé en ningún sitio, no podía concentrarme, mi mente volvía al dibujo, a ese otro sitio que me estaba esperando en algún lugar.
Un día Adnara guardó todos los dibujos en una caja y la cerró con un candado pesado, nadie dijo nada. Pero a partir de ese momento entendí que no podía compartir mi secreto con nadie, que ni siquiera Adnara, aún después de llevarme en su vientre y nombrarme parte de sus entrañas, era digna de confianza.
Dejé de dibujar y también de hablar. No reconocía la voz que salía de mi garganta, sentía que las palabras que yo decía eran pronunciadas por alguien más, como si un intruso habitara en mí, estaba creciendo. Y con el tiempo fui perdiendo la esperanza de encontrar la raíz que un día dejó mi espíritu, el punto de partida al que anhelaba retornar. Dormía todo el tiempo posible porque en sueños me acercaba a lo deseado, pero cuando despertaba una sensación de vacío perforaba mi estomago. Recuerdo haber escuchado una plática entre dos adolescentes, hablaban del amor, decían que sentían mariposas en el estomago, sonreían. Desde ese día, cada vez que despertaba queriendo aferrarme a mis sueños, me decía a mí mismo que sentía mariposas, que eso era el amor, pero no sonreía, era doloroso.
No se cuánto tiempo transcurrió, pero un día Adnara empacó mis cosas y me dijo que tendría que mudarme por un tiempo. No dije nada, me limité a observar las bolsas de plástico negras que contenían mi ropa, la caja de cartón llena de libros que jamás volvería a leer, y entonces reparé en ella, en un rincón estaba la caja que contenía todos mis dibujos. Me contuve para no desbordar mi emoción, reprimí la felicidad embriagante hasta convertirla en ganas de vomitar, en una enfermedad física.
El viaje comenzó. Dormí todo el camino. Recuerdo el frío, el olor a aceite rojo que despedía el auto, el ruido del viento rozando la velocidad, 120 km/hr, una estación de radio nunca antes oída y al final el silencio, el no abrir los ojos para escuchar con atención, para soñar despierto que me dirigía por fin a mi destino.
Horas después, un señalamiento indicaba que el auto no podía seguir, faltaba sólo un kilometro para llegar. Caminé con Adnara atravesando un enorme bosque repleto de abetos mientras hundía mis pasos en el barro que se formó debido a la lluvia. La casa era enorme, tan grande como un hospital, tan alta como un granero. La ausencia de ventanas y el blanco de las paredes despertaban una sensación de exilio. Unas escaleras cedían el paso a la puerta principal donde formados en hilera cinco hombres vestidos de blanco nos miraban acercarnos. Supe que me esperaban y algo en mi interior estalló, por primera vez tuve miedo. El tiempo se detuvo, no escuchaba a nadie, movían los labios, muecas de compasión asomaban en las bocas de los blancos, lágrimas brotaban del rostro de Adnara. Comprendí que era la última vez que la vería, quise sentir algo y no pude, todo era vacío. Después de un abrazo frío el adiós llegó, Adnara se quedó parada en el último escalón, con la mirada fija en los hombres blancos que me conducían a la casa, y yo los seguí, sin voltear, arrastrando los pies al caminar.
Los primeros días fueron los peores, me aburrí como nunca. No podía dormir y el reloj del largo pasillo taladraba mis ansias con su segundero. Un pasillo ancho, de cada lado una fila de camas que no eran más que colchones sucios, sin sábanas y con resortes asomando por todos lados. A veces todo era silencio, podía escuchar mis pensamientos, pero otras el ambiente se llenaba de gritos, de llanto, de violencia.
Los locos, así les decían los blancos. Eran más de 15, la mayoría mujeres, tampoco hablaban, les daba por gritar en un intento desesperado de abandonar la casa. Cuando trataban de callarlos golpeaban con fuerza, entonces se los llevaban unos días, no sé a dónde, pero regresaban cambiados, sus ojos más cerca de la demencia. No me acerqué demasiado ni tuve problemas con ellos, tal vez jamás se dieron cuenta de que estuve ahí.
Tenía la sensación de que algo estaba por suceder. Cada día terminaba con mi optimismo, pero al siguiente me decía a mí mismo que la espera se acercaba a su fin. Las pastillas que me daban ayudaban un poco, eran anestesia para mi organismo, simulacro del cansancio que proviene de la inmovilidad. Después de un tiempo llegué a creer que me estaban preparando para una sorpresa, que todo lo que sucedía a mí alrededor era un montaje. Llegó a entusiasmarme esa idea al grado de provocar el resurgimiento de la extinta felicidad. Era obediente por conveniencia, por un tratado que sólo existía en mi mundo de suposiciones.
Meses después, sucedió. Un día uno de los blancos se acercó y dijo que debido a mi buen comportamiento tenía oportunidad de dar un paseo por el jardín, asentí y lo seguí hasta la puerta principal, una vez ahí me señaló el área donde podía estar y los límites que no debía cruzar. El espacio era extenso y los rayos de un sol que creí olvidado iluminaban mi rostro, me sentí libre.
Caminé una hora dando vueltas por el jardín, me llene del olor de la naturaleza, del aire que sólo se manifiesta en las altas montañas, y entonces sentí el deseo de adentrarme en el bosque, miré en todas las direcciones y me descubrí solo. Todo estaba planeado, pensé.
Corrí cruzando los límites, me perdí entre árboles y tropecé más de tres veces llenando mi ropa de lodo, poco importaba, sabía que algo más me esperaba. La percepción del tiempo desapareció para mí, no sé cuánto tiempo estuve corriendo, no recuerdo si me detuve a descansar o caminé, es como si alguien hubiera borrado ese pedazo de memoria que significó el fin del mundo como hasta el momento yo lo conocía.
Entonces la vi, y me froté los ojos con fuerza, me troné los dedos buscando alejar la fantasía, pero no desaparecía, era real. Me acerqué más, lentamente, podía sentir las hojas crujir bajo mis pies. Cuando estuve a unos metros reconocí a los hombres sin cara, contaban sólo con una boca que parecía buzón de cartas, sabían que estaba ahí, estiraban sus brazos para recibirme y yo sentí ganas de llorar, de entregarme al afecto que me inspiraban. Uno de ellos se acercó a la pequeña puerta de la casa, la abrió y me hizo una seña invitándome a pasar. Estaba tan cerca que noté dentro las dos cajas y las bolsas de plástico negras, me sentí en casa por primera vez en toda mi vida. Entré sin más, mi nueva familia me siguió.
Todo era tranquilidad. Sólo faltaba desempacar los dibujos para pegarlos en las paredes de mi nueva casa. Eran demasiados, solo me llevaría mucho tiempo, y yo quería contemplar toda mi vida la casa, no podía gastar más tiempo. Entonces hablé, y reconocí en mi voz al niño, “tenemos que hacerlo juntos”, dije. Poco tiempo bastó para que mi obra de vida estuviera completa.
Ahora sólo me queda contemplar la casa, la niebla, el otoño, mis dibujos, y pensar una y otra vez en cómo el destino tenía un plan para mí. Sé que moriré con la certeza de que los sueños no son más que fragmentos de una realidad que está esperando a cualquiera en un sitio desconocido.
BRIANDA PINEDA MEGAREJO
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Brianda nos ha escrito desde Veracruz, México. "Durante toda mi infancia anhelé vivir en un barco de madera, en la nada que representa el abismo del océano, con la compañía del ruido incesante del mar golpeando quién sabe qué. Después crecí y comprendí que tendría que inventármelo. Y entonces comencé a escribir."
Un cuento genial Brianda... "En todos los dibujos siempre era otoño" ésta frase me encantó. Un abrazo.
ResponderEliminarme encanta!!!
ResponderEliminar<3 lo amooo!
nena me encanta como escribes!!
k!
Pank!
Que mejor que siempre sea otoño.
ResponderEliminarMe encanto!!
Bry te quiero = )
Yoshh...
Los sitios desconocidos también se esconden de los senderos que llevan a ellos y de sus huellas que dejan pista, de los que corren aunque caigan y se manchen de lodo, de las puestas de sol que los orientan.
ResponderEliminarTú debes ser la hermana gemela de un sitio desconocido al que (como el personaje del cuento) me voy a ir de retiro.
Besos de viaje.