Laura levantó la cabeza. El olor agrio le subía hasta la nariz provocandole un nuevo espasmo a la altura del ombligo. Volvió a undir su frente en el inodoro y vació por completo su estómago. Sinténdose mejor se miró en el espejo. Perfecta. Ahora ya podía salir a la sala de visitas a contales a sus padres los progresos de esta semana. Se refrescó la cara con agua fría y se atusó el flequillo con las manos. Se veía mejor que nunca. Desde que estaba en la clínia su aspecto había mejorado muchísimo.
-Menos mal que paso de lo que me dice el médico - Pensó Laura - A estas alturas ya estaría como una vaca.
Sin embargo, al otro lado del espejo, Laura era un cadáver. Tenía el pelo muy escaso y sin brillo. Los ojos se le undían en unas ojeras de color morado. Los labios ajados y secos se resquebrajaban con cada mueca que hacía. Los huesos de su cuerpo sobresalían afilados por entre los pliegues de una camiseta demasiado amplia para su talla.
La madre de Laura se apretó un pañuelo contra la boca en cuanto la vió aparecer sonriendo a duras penas, haciendo equilibrios sobre unas piernas del tamaño de un mondadientes.
-Esto se acabo - Resopló el padre de Laura. Sin mediar palabra, se levantó y se fué al despacho médico.
Laura se sentó con cara de susto junto a su madre.
-Yo estoy mucho mejor, mamá, de verdad. Hoy he comido una manzana y un yogurt.
Su madre no podía articular palabra. Reprimía sus lágrimas apretando los labios con fuerza. Agarró con suavidad a su hija, con cuidado de no romperla, y la abrazó en silencio. La empezó a acunar despacito, como cuando era un bebé sano y feliz, con toda la vida por delante.
Laura no entendía por qué su madre actuaba de esa manera. En pocos días saldría de allí y volvería al instituto. ¿Eso era lo que ella quería, verdad?.
Sin poder evitarlo, su madre empezó a emitir un sonido apenas perceptible. Una nana que salía más de su corazón que de su garganta. Laura se sintió de manera muy extraña. Era una mezcla de seguridad y vergüenza. Por un lado era como estar de nuevo en casa, a salvo de todo. Y por otro era el haber engañado a sus padres, mintiéndoles semana tras semana, mintiéndo a médicos y enfermeras, mintiéndose a sí misma.
Su padre irrumpió en la escena acompañada por el director de la clínica. Enfurecido, agarró a Laura del brazo y la obligó a separarse de su madre.
-Se acabó - Le dijo en muy mal tono - A partir de ahora te mando a la fase IV.
¿La fase IV? No les vería en una buena temporada y tendría un "policía" siguiendo cada uno de sus pasos. Conocía a unas cuantas chicas que habían pasado por ello y era horrible. Era peor que estar en una cárcel. Muchas habían tratado de escapar y las que lo conseguían no tardaban en regresar, atadas sus manos con cintas de seda. Laura se había prometido no continuar si la madaban a ese encierro. Abandonaría. Haría lo que estuviera en su mano para desaparecer de una vez por todas.
Laura miró a su madre. Una lágrima asustada se asomaba al borde de uno de sus ojos y resbalaba por la mejilla intentando pasar desapercibida.
Luego miró a su padre. Podía oler su aliento enfurecido, contenido, aterrado.
Entonces giró sobre sus talones y aceptó la mano tendida del director de la clínica.
Martín López Correa
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Una vivencia personal le hizo replantearse prácticamente toda su vida, escribió este pequeño relato. Más tarde escribió otro, y luego otro más, así hasta que completó un libro de relatos apasionantes que giran en torno al tema de la anorexia, no necesariamente en adolescentes. Martín, desde León capital, quiere compartir con nosotros su primer relato, "aquel que sangré por todos y cada uno de los poros de mi piel".
Gracias, Martín por abrir tu alma con nosotros.
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