La rueda de la bicicleta giraba tan rápido que las cuentas de colores que adornaban los radios no se distinguían y creaban un efecto óptico en el que parecía que giraban al revés.
- ¡Espérame, Carlos! ¡No vayas tan deprisa! – La bicicleta de Gus era más pequeña y le costaba mucho seguir a su amigo.
Carlos giró el manillar con brusquedad y apoyó el pie en el suelo haciendo derrapar la bici en medio de una nube de polvo. Se secó el sudor de la frente con la manga de su camisa. Tenía la nariz llena de pecas y le faltaban los dos incisivos de arriba.
Gus intentó frenar a tiempo. Sus rollizas manos apretaron con fuerza los frenos. Cerró los ojos y apartó la cara. Esta vez seguro que se la pegaba. Carlos se adelantó con habilidad y agarró el manillar de Gus haciéndole parar en seco.
-¿Cuándo le vas a pedir a tu padre una bici nueva, Gus? Ésta ya da asco. Un día te vas a estrellar contra un árbol.
- ¡No pasaría nada si no corrieras como un loco! Además, ya sabes que mi padre no puede gastar ni un céntimo. No hasta que consiga un trabajo. Me ha prometido mirarme los frenos esta misma noche.
- Espero que no te ponga las piezas de la lavadora como la última vez – Se rió Carlos. Aún vas perdiendo pompas de jabón.
Gus se bajó de la bicicleta y fue a sentarse a los pies de un enorme castaño. El bosque estaba precioso en esa época del año. Ya no hacía tanto calor y las hojas de los árboles se teñían de ocres, rojos y dorados. Cogió unas piedrecitas y se puso a lanzarlas contra su bici.
-Eh, tío, te la vas a cargar – Carlos se sentó junto a Gus. Colocó sus brazos sobre las rodillas y miró hacia la puesta de sol. Se encontraban en el lugar más privilegiado del bosque. Desde ese alto tenían una espectacular panorámica del valle y de la Sierra del Cuera.
El crujido de unas ramas les hizo levantarse de un salto. Ese era su lugar secreto. Nadie podía saber de su existencia.
- Como sea la tonta de mi hermana se va a enterar. – susurró Carlos – Ya estoy un poco harto de que nos siga a todas partes.
Carlos y Gus se agazaparon tras el castaño vigilando la espesura del bosque. Una sombra enorme se movía despacio. Carlos y Gus se miraron angustiados. La figura que se acercaba no podía ser la hermana de Carlos, pero tampoco un hombre por muy grande que fuera.
- ¿Es eso un oso? – Le preguntó Gus a Carlos muerto del miedo.
- ¡Chiiiist! – Carlos le mandó callar – No hagas ningún ruido. Si nos ve estamos perdidos.
El oso se paró en seco y se alzó sobre las patas traseras para olisquear el aire. De pié era aún más terrorífico. La sangre se petrificó en las venas de los niños. Ambos contuvieron la respiración. El oso rugió mirando hacia su dirección. Parecía que los había encontrado. Olisqueó un poco más y volvió a posar sus cuatro patas en el suelo. Dudó un instante. Levantó una pata y se dio media vuelta para seguir su camino en otra dirección.
- Mi padre dice que tienen más miedo ellos que nosotros – Susurró Gus. – Dice que ellos saben que el hombre es el peor bicho de todos.
- Si hubiera traído la escopeta le habría podido alcanzar entre los dos ojos. – El oso se había alejado un buen trecho y Carlos se levantaba simulando ser un cazador.
- Sabes que está prohibido. Los osos pardos no se pueden cazar. Me lo ha dicho mi padre.
- Y quién me iba a discutir que no empezó él primero.
Un disparo de verdad rasgó el aire como si de un trueno se tratase. Carlos y Gus se agacharon de nuevo por instinto. Se oyó un segundo disparo y segundos después un tercero. Éste último impregnó la atmósfera de un silencio extraño. Parecía como si se hubiera parado el tiempo.
De repente, unas voces de júbilo rompieron el silencio. Se podía distinguir perfectamente a tres hombres. No estaban muy lejos de allí.
- Menuda pieza, chaval
- Estupendo, sí señor.
- Bien hecho, jefe.
Gus dio un respingo. Aquella voz…
- Vamos Carlos.
Gus tiró de su amigo para que le siguiera.
- Estas loco, Gus. Son furtivos. Nos podemos meter en un buen lío.
Pero Gus estaba decidido. Se deslizaron en silencio por entre los arbustos hasta llegar al lugar donde estaban los hombres. Se escondieron tras una enorme roca llena de musgo fresco y observaron la escena.
El gran oso yacía sobre un costado. Un reguero de sangre señalaba sus pasos tambaleantes hasta el lugar donde había encontrado la muerte. Dos de los tres hombres se daban la mano complacidos. El de mayor edad, cuyo pelo blanco brillaba con los últimos rayos de sol, encendió después un puro lanzando espesas bocanadas de humo a su alrededor.
- Sabía que no me ibas a fallar. Había mucho dinero en juego. Has hecho muy bien tu trabajo.
El tercer hombre se hallaba a poca distancia, con la cabeza gacha, mirando al oso con los ojos ausentes.
- Gracias, señor – Dijo con una voz neutra, casi mecánica.
- Pues estoy seguro de que no andarán muy lejos los cachorros. Será mejor que cobremos cuanto antes nuestra pieza y vayamos a por ellos. De todas formas no sobrevivirán mucho tiempo sin su madre.
- Pero, señor, creo que ya ha sido suficiente. Los disparos han podido sentirse en el pueblo. No tardará en llegar el guarda.
El hombre de pelo blanco hizo una pausa a su habano contrariado. Le miró como si fuera el amo del mundo.
- Gustavo, puedes irte si quieres, ya nos has traído hasta la osa. Ya has cumplido tu parte del trato.
- Gracias, señor.
El hombre de pelo blanco le sostuvo la mirada desafiante, estaba esperando que Gustavo empezara a caminar.
- ¿Querías algo más? – Gustavo no atinaba a pronunciar bien su frase. Se le pudo escuchar muy bajito un tartamudeo sin sentido. – ¡Ah, si! La bici de tu hijo. Toma el dinero chaval. Aunque yo no se la compraría. Mimamos demasiado a los niños y así salen después, que no hay quien pueda con ellos.
El hombre de pelo blanco sacó de un bolsillo un fajo enrome de billetes y se lo entregó a Gustavo.
Un ruido entre la maleza hizo voltearse a los tres hombres.
-¡ Los cachorros! – El hombre de pelo blanco, en un abrir y cerrar de ojos, tiró su puro al suelo para agarrar su arma y abrir fuego. Los disparos enmudecieron el grito de Gustavo que vio con impotencia cómo los dos cuerpos de los niños se desplomaban al suelo.
- Sólo quería una bici nueva- Gritaba desesperado mientras corría hasta ellos. - Sólo quería una bici nueva.
Carlota Pérez García
Carlota Pérez García vive en Madrid pero le gusta pasar sus vacaciones en el oriente de Asturias, donde tiene una pequeña cabaña. La última vez que estuvo aquí escribió “La bici de Gus” inspirada por el paisaje que la rodeaba. Los pequeños Gus y Carlos están basados en el recuerdo de sus amigos de infancia.
Montañas de Asturias |
Que grandes lecciones se aprenden de comportamientos erróneos,
ResponderEliminarcon la tragedia nos sensibilizamos, es tan duro llegar así.
Foto preciosa, que guapina yes Asturies.