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28 de noviembre de 2010

28: "A LA MESA"

Cuando Encarnación sonríe se tapa con la mano la boca para no dejar ver su sonrisa desdentada…Siempre me ha costado un mundo entender su hablar rapidito y agudo…
Me cuenta siempre la misma historia, que nació lejos en un pueblo apartado de los Andes  colombianos, tan pobrecita que apenas podía comer.  Por locuras de muchacha quiso venir a Venezuela, a probar suerte aquí. Así que dejó lo poco que tenía y se arriesgó por los caminos verdes en compañía de una prima que no volvió a ver más. Aquí encontró trabajo, encontró además marido, que le hizo cinco hijos, todos vivos gracias a Dios…Luego la dejó sola, como todos. Y en ese momento sonríe tapándose la boca, rojita de la pena…
 Encarnación llegó recomendada a casa hace poco tiempo, larga y flaca como un alambre. Se le contrató  dos veces por semana para lavar,  planchar y acomodar la ropa. Siempre de buen humor, no pasó mucho hasta que se le ofreció  también ayudar en la cocina. Comenzó con timidez,  lavando los platos, cortando y pelando las verduras  y preparando al pie de la letra lo que la tía Adi le indicaba.
Desde joven Adi se encargó de llevar la casa, sin demasiado éxito.  Nuestra casa había quedado atrapada en medio de la ciudad que crecía sin límites ni orden. Un gran solar alargado rodeado de edificios  y sembrado de árboles verdes y frondosos, hacían del lugar un oasis en medio del asfalto. Al frente, el ruido de carros, autobuses y música estridente que supuestamente atraía a los compradores de los comercios de la avenida, se colaba acallándose a medida que uno se adentraba al lugar. Una vez allí, en el silencio, eran incontables los objetos apilados, olvidados a través de los años. La tía trataba de poner cierto orden, pero las cosas acumuladas eran demasiadas, todas necesarias a sus ojos, aquella lámpara de pie era de Elena, solo le faltaba el conector,  -eso se arregla facilito-; no puedo salir de ese sofá, es de Teresa y seguro lo vendrá a buscar pronto, cuando termine de pintar el apartamento…decía todos los años. Y así, vivíamos rodeados de peroles ajenos, arrumados en el patio. Contrataba y despedía al personal de limpieza casi al mismo ritmo que cambiaba la ropa de cama, creía decidir sobre todo lo que pasaba en la vida del hogar. Siempre se consideró insuperable especialmente en la cocina, las cosas se hacían a su modo, y no daba lugar a recomendaciones u observaciones de ningún tipo, así lo había hecho por años y así debía seguir haciéndose, sin embargo, para su asombro y el nuestro, Encarnación poco a poco fue atreviéndose a experimentar, al agregar pimienta, canela, tomillo, tamarindo, ají misterioso  o mango, podía convertir un pollo guisado común, al estilo de la tía, en uno memorable. Descubrir que tenía esta vez el arroz era una aventura diaria. Encarnación sabía instintivamente como mezclar los más insólitos sabores, lo hacía con elegancia, sabía como avivarte los sentidos con un delicioso manjar. Y así las cosas, Adi no tuvo más opción que aceptarla.
Mis otros tíos entraban y salían de esta casa como cuando vivían en ella siendo solteros, hacía unos años  para visitar a su madre, mi abuela, luego al morir ella, para dejar cosas que sobraban en sus propias casas o sencillamente dar un vistazo. No eran realmente visitas, pues los habitantes de esta casa ni nos enterábamos muchas veces de que estaban, sencillamente nos topábamos con ellos y con mucha formalidad nos saludábamos, sin intimidades de ningún tipo, como el que ves por centésima vez, al asiduo igual que tu a la panadería que ya de tanto verlo se le saluda, por pura educación y costumbre. 
Además de mis dos hermanos y yo, que quedamos bajo el cuidado de mi abuela cuando mi madre decidió que esta ciudad era muy pequeña y sofocante para sus aspiraciones y se fue siendo yo muy pequeña, también vivía Alfonso, el único hijo de la tía Adi, nunca salía de ese cuarto, yo no sabía a que hora bajaba en la mañana o subía a su habitación para dormir. Será que nunca bajó o subió, solo estuvo sentado en el cuarto de estudio por los siglos de los siglos. Por las tardes, ponía a tocar sus discos de tangos, y  la casa,  y la cuadra se sumergían en la música sugerente que todo lo envolvía y lo hacía melancólico.  Era lo más cercano a convivir con los demás, su saludo diario, su visita, el recordatorio de su existencia.
 La tía Adi daba órdenes de que su hijo no debía ser molestado, pues el muchacho necesitaba silencio, tranquilidad para concentrarse, pues Alfonso escribía. 
Un día mi tío, el más joven, pasó en horas de la mañana, cuando la cocina de Encarnación desprendía los mejores olores  preparándose para el almuerzo. Lo conseguí dejando unas puertas que ya no le servían, pero que seguro irían bien para la casa de la playa, las dejaría y cuando viajara los próximos meses hasta allá, las recogería. –Ajá-…le contesté, sabiendo igual que él, que más nunca se moverían de allí.
Ese día se quedó a almorzar, ese y muchos otros. Las excusas para quedarse a comer se sucedieron y llegó un momento en que ya no las necesitó,  se le contaba como un comensal más. Para sorpresa de Adi la noticia de la buena cocina de Encarnación corrió rápido y muy pronto se sumaron también al almuerzo la  tía Teresa y su esposo, la tía Elena y el suyo y el tío Leonardo que  venía solo. Muchas de las sillas desfondadas arrumadas en el patio sirvieron para agregar nuevos puestos a la mesa.
Había entre los hermanos una atmósfera forzada, un cristal muy fino y opaco que cuidaban no tocar, para no romper. Sin embargo, la cotidianidad ayuda en estos casos y entre recuerdos y añoranzas crearon un diálogo que les permitió reencontrarse, aflorando un sentimiento de hermandad que había sido velado por años de silencio, de desencuentros y malos entendidos.
Para sorpresa de todos, también un día Alfonso asomó su cabeza por entre la puerta del comedor, y por primera vez pude apreciar su altura, su color a la luz natural. Quería compartir la mesa. Se reunió con nosotros desde entonces, lo oímos hablar, muchos como yo por primera vez, incluso bromear, se rió de él, de nosotros. Pronto olvidamos que hubo un tiempo en que los tíos y Alfonso no estaban.
Y un día, así reunidos, Alfonso  anunció que ya estaba listo para partir, ya no temía dejar a su madre, no estaba sola, podía irse por fin sin remordimientos  a buscar sus sueños más allá de ese cuarto, de esa casa y esas calles.
Esa tarde la electricidad se había ido en la cuadra y la noche llegó súbita, húmeda, oscura. Sin el aire acondicionado el calor agobiante me sacó de casa, ya en el patio se oyeron sollozos fuertes, desesperados,  entre sombras aún podía ver a la  tía Adi con un cigarro en mano y tratando con la otra de mover un perol dejado en el paso sin lograrlo. No supe si acercarme, dudé, caminé hacia al frente asombrada por la oscuridad y por los sollozos que no cesaban, con dificultad pude ver a Alfonso, se acercó  a Encarnación y besó agradecido su frente y luego se alejó entre las luces de los carros que me segaron. Regresé  y la tía había desistido, la caja de discos que no pudo mover antes quedó atravesada, ya no la veía pero a través de los árboles aún podía oír el llanto triste, ahora más suave.
Hoy Encarnación me pide que la ayude, se va de casa, pero antes, quiere que le escriba todas esas recetas maravillosas que tiene en su cabeza,  ella no sabe leer, mucho menos escribir. Me pongo con ella y paso a paso escribo cada ingrediente, cada mezcla. Le hago repetir una y otra vez hasta entender por fin,- hojita de naranja-me hace leer lo que anoto, quiere estar segura que lo he apuntado bien.  Está haciendo un recetario para  llevar a su única hermana allá en ese pueblo apartado de los Andes colombianos al que nunca ha regresado.  Se va, pero no sin antes darle indicaciones claras a la tía Adi, que anota también, sin parpadear.
CARMEN VIRGINIA VILLAMEDIANA MONREAL
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De Carmen Virginia sólo sabemos que nos ha escrito desde Venezuela. No sabemos si ha sido por timidez. Le hemos pedido que nos envíe más información y una foto que la describa. Si nos responde lo añadiremos para que la conozcáis mejor.

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