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5 de noviembre de 2010

5: “DESPEDIDA EN EL CEMENTERIO”

Tobias Fernández Viejo soltó con rabia una carta sobre el mármol y refunfuñó:
-¡Maldito Juego!
Los otros se reían divertidos con la mala suerte de su compañero. Marcela, la gitana, bailaba descalza entre las cruces más viejas. Ahora parecía una de esas hermosas zíngaras que encandilaban a los hombres de antaño. Movía su vientre en todas direcciones con un aire exótico y sensual. Hacía que algunos hombres abrieran la boca y se les cayera el pitillo, que fumaban tranquilamente a la luz de la luna sin usar las manos.
-¡Manolo, echa ya la carta, rediez! - Tobias recriminó molesto a su amigo que se había quedado in albis con el baile de la Marcela.
Amigos de toda la vida aún podían recordad juntos sus primeros años. Tiempos de pantalones cortos, de escuela y tiempo libre. En realidad no sólo Manolo y Tobías se conocían desde la cuna todos los allí presentes eras sino amigos, conocidos, ya que en un pueblo tan pequeño como era el suyo todos se conocen aunque no compartan las mismas aficiones.

Mujeres, hombres y algún niño se encontraban en el círculo de los desheredados atrapados sin oportunidad de escaparse o de ser salvados. La única tierra que les pertenecía era su morada y su descanso, y una ley más allá del entendimiento les prohibía salir del recinto a ellos destinado.
Almas en pena sucumbían sumisos a su triste destino, su único destino, esperando la llegada de un familiar o un amigo que les alegrara sus largas noches de eternidad.

Tobías lanzó las cartas al aire con un gruñido. Marcela paró de bailar para mirarle. Otros callaron o levantaron la vista de su novela.
-Joder, Tobías, cada noche estás peor. Si no sabes perder no juegues. Es que no hay quién te aguante.
Las miradas se posaron ahora sobre Manolo. Era el que mejor le conocía y, por tanto, el único que se atrevía a decirle cuatro verdades. De Tobías era conocido el mal genio y su mala fortuna en los juegos de azar. Pero todos habían notado un empeoramiento en su carácter. Últimamente abandonaba la timba cada vez más pronto y se pasaba las horas muertas mirando a través de los barrotes de la verja de entrada o por encima del muro encalado. Y suspiraba. Suspiraba profundamente, con melancolía. Pero a nadie le confesaba su pesar.
-Tobias, camarada – Manolo se había acercado por su espalda y le palmeaba el hombro, despertándole de su ensoñación. – ¿Recuerdas el 3 de agosto del 37, en la Trinchera de La Tornera? – Tobías giró su cabeza para mirarle a los ojos. Su cara reflejaba con aprensión lo vívido de que recordaba aquel día. - ¿Recuerdas la bala que te atravesó la pierna y el fuego intenso sobre nuestras cabezas? – Tobías no asentía ni decía nada, Manolo sabía que se acordaba – Creíste que no saldríamos de allí. – Hubo una pausa en la que los dos regurgitaban los sentimientos que les volvían a la cabeza - … Al final salimos, Tobías, yo te dije que aquello no iba a durar para siempre, ni siquiera pensé que íbamos a morir…
- Aquello era diferente … Había posibilidades, teníamos opciones… No compares Manolo, de aquí no sale nadie. Fíjate, estamos todos, y con el tiempo llegarán más… ¿Por qué nadie nos avisó? De ser así habría hecho como el Leocadio. Ese fue el más listo. Desaparecer en el monte sin dejar rastro. Puede que las alimañas se llevaran su botín, pero ahora no tiene límites que coarten su libertad… En verdad me siento atrapado. No sé a qué esperamos. Hubiera preferido desaparecer. Así de simple. Nada más allá. Morir y se acabó.
-La vida parece ahora tan breve… - Manolo no pudo evitar contagiarse de la melancolía de su amigo.

La noche empezaba a clarear ya, hora en la que dejar bailes y juegos y retirarse a descansar. Los preparativos para una nueva llegada anunciaban un día ajetreado. El nuevo era el último de la familia Sotillo. Con él se terminaba un linaje antigüo. Sus vecinos le recibirían como tenían por costumbre, con una fiesta en la que tratarían de explicarle su nueva situación sin volverle loco, con alegría y la promesa de un tiempo ocioso en el que dedicarse a lo que más apeteciese.
Tobías se fue el último, probando con insolencia el límite de su cadena. Pero era imposible desobedecer. Una fuerza más grande que su propia voluntad le arrastró finalmente.
-Es imposible – Pensó Tobías ya tumbado mientras se le cerraban los ojos – No hay manera de escapar.
Rafael Sotillo llegó. Tenía la mirada extraviada de aquellos que aún tienen cercano el trance. Pero no vino solo. Las Leyes del Círculo de Los Desheredados le acompañaban. Tenían entidad propia a pesar de que eran mensajeros de La Señora. Montaban corceles blancos y vestían capas de luz que ondeaban al viento de la noche aunque no soplara la más mínima brisa. Nadie las había visto antes; las Leyes las sabían desde el primer momento de ingresar en el Círculo. Sin hablar llamaron a Tobías y dejaron que los demás empezaran la fiesta. Sin hablar le preguntaron los motivos de su tristeza, y sin hablar le revelaron un secreto:
-Esperáis vuestro regreso a la Tierra. Nadie muere eternamente, aunque el tiempo sí lo sea. Cada uno espera su turno.
Tobías refunfuñó entre dientes. De nada le servía esa confesión. Él quería ver montañas, explorar bosques, descubrir ríos, vagar por la belleza del mundo en libertad. Las Leyes le entendieron.
-No hemos sido creadas para hacer infelices a las almas – Le dijeron – En el mundo tiene que haber un orden, La Señora no puede mandar y esperar a ser obedecida. Ella tiene sus métodos y sobre ella nadie puede actuar.
Tobías se incomodaba cada vez más. No veía salida a su situación.  
-¿Para qué habéis venido entonces? Yo ya os conozco y es materialmente imposible saltaros.
Las Leyes no respondieron. Después de un rato se apartaron dejando en el medio un pasillo de luz. Al otro extremo estaba la puerta, cerrada. Lentamente y ante los ojos atónitos de Tobías la puerta se fue abriendo.
-¿Por qué? – Les preguntó demasiado asombrado para pensar.
-No queremos almas infelices. El destino es irremediable pero no una soga al cuello. No es importante el camino si al final vas a llegar a la misma meta.
Tobías miró hacia atrás, hacia la fiesta. Los demás habían dejado de bailar y reír y le miraban boquiabiertos. Manolo se adelantó un paso.
-¡Vamos Tobías! – Le dijo – Eres afortunado. Te han dado la oportunidad de irte. ¿A qué esperas?
Tobías relajó la expresión de su cara y la transformó en una sonrisa de medio lado.
-Tengo todo el tiempo del mundo para cruzar esa puerta, ¿es que no puedo despedirme de mis amigos como Dios manda?
Todos, incluso Tobías, sabían ahora que se iba como en una excursión; con la mochila cargada de agua y bocadillos, y el mundo por delante para recorrerlo y regresar, aunque la fecha exacta de la vuelta no se conociera.

La fiesta de bienvenida de Rafael Sotillo se transformó en la despedida de Tobías. Corrió el vino, sonó la música, y a la hora de decir adiós los pañuelos blancos se agitaron entre vítores y aclamaciones, deseándole a Tobías que tuviera un “buen viaje”.

Jan Jacks

El autor de este relato no ha querido descubrirse y nos ha firmado con su pseudónimo.
Desde el blog te invitamos Jan Jacks ha enviarnos más relatos y, si quieres, a quitarte el antifaz.





1 comentario:

  1. Y las máscaras, los velos van desvaneciéndose paso a paso. Entonces la esperanza llama a tu puerta. Buen viaje Jan Jacks

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